Los viajes suelen sorprendernos, sobre todo cuando visitamos un lugar por primera vez. Pero a veces nos pasan cosas que no hubiéramos imaginado ni escribiendo el libreto de una película.
Desde el mirador se tiene una vista impresionante de la ciudad: la iglesia con su acento de color, las casas bajas y en pendiente, los cauces casi secos de los dos ríos y todo eso enclavado dentro la cordillera.
Espontaneamente suena un bandoneón. Se suman una guitarra y una quena. Lejos de escucharse el bullicio obvio de un mirador turístico, nos quedamos entre sorprendidos e hipnotizados.
Un tema más y se suma una pareja a cantar. Otro más y otra se forma para bailar. El eco de la música, rebotado en la cordillera, se deja escuchar allá abajo y hace que el auditorio crezca en cantidad y en asombro.
Pero el colectivo sale a las 12 y no espera. Mejor así: para que ese rato nos dure en la memoria como mágico, era necesario que fuera breve.
De distintos lugares y desconocidos hasta esa mañana, de pronto compartimos una experiencia que nos hizo despedimos como amigos.
Bajo el hechizo de las notas y la cordillera, unos bailaron, otros cantaron... yo no pude evitar hacer lo mío: sacar fotos.
Gracias al Chino (bandoneón) y a Carlos (el bailarín) por ponerse en contacto. Espero conocer algún día el nombre del resto de los que estaban ahí.